Juan Ángel Chávez Ramírez.
Los duranguenses que no radicamos en la ciudad por razones de trabajo, hemos asistido en los años recientes al crecimiento incontrolable de una ola de violencia y crueldad delictiva que ha golpeado sistemáticamente a esta sociedad nuestra. He visto, a pesar de la distancia, como esa espiral sangrienta no ha detonado la indignada reacción colectiva de los habitantes y nativos de la entrañable ciudad de Durango, que parecen estimar que las centenas de enterrados en fosas clandestinas y las horrendas y periódicas apariciones de cuerpos decapitados y desmembrados, si bien son sucesos funestos, transcurren lejanos de su percepción doliente porque no afectan a personas de su familia o porque, aun cuando tienen lugar en Durango, no es en “su Durango”.
Habrá que decir, para ser precisos, que tal vez esta idea de lejanía con los acontecimientos nefastos, se genera a partir de una visión reducida del concepto de ciudad que conservamos en la memoria. Los miembros de mi generación, y de otras cercanas, concebimos a Durango como el casco viejo de la vieja capital; confinada al norte por la avenida Felipe Pescador, al oriente por la calle de Libertad, al sur por Las Alamedas y al poniente por la calle Arroyo. Una ciudad que parecía imperecedera, con las colonias tradicionales que marcaron sus contornos durante décadas: la Morga, la Santa María, la Guadalupe, la Benjamín Méndez, la Santa Fe, la J. Guadalupe Rodríguez, la Hipódromo, la Insurgentes, la Picachos, la Cuarto Centenario, la Valle del Sur, la Obrera o Silvestre Dorador, entre las más modestas y populosas, junto con los barrios de Tierra Blanca, Analco, San Antonio, El Escorial, La Ciénega, y El Calvario. Las colonias Nueva Vizcaya, Guillermina, Burócrata, Los Ángeles, Real del Prado, y La Esperanza. Esa casi visión, casi onírica, de “nuestro Durango”, se quedó detenida en los domingos de la Plaza de Armas, amenizados por una Banda de Música musicalmente más entusiasta y generosa que la actual, acicateada con amor y enjundia por los sucesivos directores de la dinastía De la Rosa; en el recuerdo de los jóvenes de todas las clases sociales girando en sentidos opuestos por sus corredores, para darse mutua cuenta de las vestimentas domingueras y, por qué no, para alentar la posibilidad siempre latente de que esa tarde se concretaran, por fin, romances más que platónicos que sólo tenían lugar cada semana, de 5 de la tarde a 8 de la noche. Los que ahora somos padres o abuelos evocamos el Durango de los lonches de Juanón, de las tortas de cueritos encurtidos del cine Victoria, de los sitios de automóviles de Catedral, de las paletas del Excelsior, de los cines de tres películas por un peso, de las funciones de box y lucha libre en el antiguo Cine Olímpico.
La mansa ciudad lejana que se nos escapa de la memoria colectiva, nada tiene que ver con las realidades globales o con la modernidad tecnológica de los tiempos actuales; nada tiene que ver con las diversiones y las amenazas de los días que corren.
Los días atrapados en la angustia memoriosa, en la añoranza estimulada por la crónica oral de los viejos, en la remembranza cordial con los amigos, se repasan pletóricos de personajes cotidianos, como pretendiendo retener de esa manera la paz y la tranquilidad que siempre fueron parte del encanto de ese “nuestro Durango” que, junto con la luminosa intensidad de su cielo azulado y profundo, nos proporcionaba el placer inefable de vivir en paz, de dormir con placidez, sin la zozobra de contar las horas en espera de la llegada nocturna de hijos o hermanos.
El proditorio asesinato de Eduardo Bravo Campos es un poco el asesinato de la esperanza, casi ingenua, de que la seguridad se restablezca en “nuestro Durango”, en el Durango de los habitantes de los nuevos fraccionamientos de clase acomodada o media baja, en las colonias populares y menesterosas, en los vecindarios marginados que hacinan a migrantes del campo a la ciudad. Pero este doloroso atentado, nos muestra también el grado de insensibilidad a que hemos llegado los capitalinos, enseña el tamaño de nuestra falta de solidaridad y exigencia ante el poder público, y deja en evidencia que es más cómodo asistir a una comida de mil comensales para festejar a personajes que no son ajenos a este clima de terror, que salir a manifestar nuestro repudio a la barbarie y a la impunidad de quienes la practican o la protegen.
Que descanse en paz Eduardo Bravo Campos y que no lo hagan nunca los que incumplen con el deber de proteger a la sociedad.
Publicado el 1 de Julio 2011, Periodico Victoria De Durango.
NO LO CAMBIES SOLO PUBLICALO!!